Uno de los mejores documentales de los últimos años. Honeyland parte de lo personal para tratar una problemática muy grave y severa, la sobreexplotación de los recursos naturales, que ya está empezando a cobrar factura a nivel mundial.
La conexión con la naturaleza parece ser una cualidad que el ser humano ha ido perdiendo con el avance vertiginoso de la tecnología y con el desarrollo de la industria que, aunque han llegado a facilitar distintas tareas, trabajos y actividades de nuestro día a día, por desgracia, también han favorecido a la sobreexplotación de los recursos naturales y nos han alejado de nuestro entorno para envolvernos en una especie de nube u atmósfera digital en la que nuestros sentidos son constantemente bombardeados.
Por esta razón, aquella relación intrínseca y milenaria de respeto y admiración entre el ser humano y su ecosistema se vio perturbada, sobre todo, en las grandes urbes mundiales donde los espacios naturales se pueden contar con la palma de la mano. Tan solo piénsenlo ¿Cuándo fue la última vez que agradecieron por las comodidades que tienen en casa? ¿Han pensado alguna vez en el arduo trabajo que miles, seguramente millones, de personas tienen que realizar para que llegue un alimento hasta nuestra mesa? Pensar en ello puede parecer una tarea abrumadora, sin embargo, los frutos de este ejercicio reflexivo son incalculables.
Precisamente los directores, Tamara Kotevska y Ljubomir Stefanov, quienes ya habían trabajado juntos en el documental Lake of Apples (2017), parten de esta compleja reflexión y del trabajo de la última apicultura silvestre de Europa para darle forma a Honeyland, su más reciente documental, ganador de tres premios en el Festival de Cine de Sundance 2019 y nominado recientemente a dos premios Óscar en las categorías de Mejor Documental y Mejor Película Internacional.
Con más de cuatrocientas horas de metraje y tres largos años de filmación, los cineastas macedonios construyen en Honeyland un relato íntimo y crudo que tiene como protagonista a Hatidze Muratova, una mujer de 51 años de edad que vive alejada de la urbanización en una pequeña cabaña rural de Macedonia del Norte, sin ningún tipo de transporte, tecnología o servicio básico como agua, electricidad o desagüe, acompañada de un perro flaco, unos gatos sucios y de su madre, Nazife Muratova, que se encuentra postrada en una cama, enferma y parcialmente ciega.
Hatidze se gana la vida todos los días como apicultura silvestre, una profesión tan peligrosa como poco remunerada, tal y como se ve a lo largo del largometraje, y que por lo mismo, se encuentra casi al borde de la extinción. A pesar de ello, la delgada anciana dedica celosamente su vida entera a su trabajo y a sus abejas, con las que tiene una relación casi idílica basada en uno de los lemas más benevolentes que se han pronunciado en la historia del cine: «La mitad para mi, la mitad para ustedes».
Aunque sería sencillo romantizar o idealizar en exceso la historia de Hatidze y sus abejas, la mirada sensible y precisa de Tamara Kotevska y Ljubomir Stefanov no se detiene en esta zona ni mucho menos cae en lugares comunes. Por el contrario, Honeyland no tiene desperdicio alguno, la conexión con la naturaleza no se pierde en ningún momento y de hecho, está se siente como un personaje más en la historia, que está presente desde las primeras escenas del documental abrazando la frágil figura de nuestra protagonista.
Sin embargo, en la vida y en la naturaleza no todo es miel sobre hojuelas y pronto la dulce armonía que esconden las sencillas palabras de Hatidze y el precioso paisaje rural que plasman los directores durante los primeros minutos de Honeyland, se diluyen como polvo tras la llegada de un caótico matrimonio de origen turco con siete hijos pequeños, encabezado por el padre, Hussein, que enseguida se instalan cerca de la choza de Hatidze y sepultan los sonidos apacibles del mundo rural con ruidos de motores mecánicos acompañados de gritos y llantos de niños por doquier.
Es en ese preciso momento que Honeyland evoluciona; pasa de ser una charla y un retrato personal entre una persona y la naturaleza a convertirse en una especie de fábula o metáfora aleccionadora que demuestra el increíble impacto que tiene el ser humano en la naturaleza y en todo lo que le rodea. Dicha transformación es acompañada de planos más cerrados, oscuros y ágiles, algunos filmados con cámara en mano, y con sonidos más estrepitosos que rompen de una vez por todas con el equilibrio del ecosistema.
A pesar de las dinámicas violentas de la numerosa familia, Hatidze y la naturaleza los reciben con los brazos abiertos dispuestas a compartir sus conocimientos y riquezas ancestrales con cada uno de ellos. No obstante, Hussein y compañía no están interesados en establecer ningún tipo de diálogo o de acuerdo con el medio ambiente y más pronto que tarde comienzan a sobreexplotar los recursos que este les otorga, desatando una crisis natural que ellos mismos tendrán que pagar.
Aún cuando Hussein y su familia acaban agresivamente con los recursos naturales y con ello, afectan directamente a Hatidze, a su madre y a sus abejas, los directores nunca juzgan los actos de sus personajes, ni presentan a la nueva familia como antagonistas de la historia, pues son conscientes de la terrible precariedad en la que viven y de la desesperación que invade al padre por mantener y alimentar a cada miembro de su familia.
A diferencia de las grandes industrias internacionales que sobreexplotan los recursos única y exclusivamente con fines lucrativos, en Honeyland vemos a personas reales y olvidadas por el sistema queriendo sobrevivir a toda costa y superando las dificultades de la vida en un mundo rural que en apariencia es hermoso, tranquilo y acogedor pero que, en realidad, está lleno de inseguridades, carencias y miseria.
Honeyland no es el mejor documental de los últimos años sólo por la belleza de sus postales rurales o por la cercanía emocional que desarrolla con cada uno de sus personajes. En realidad, su gran virtud recae en la importancia de su discurso y en la severidad de su crítica que por más sutil y cuidadosa que sea no deja de ser relevante ni mucho menos le resta impacto, pues engloba una problemática mundial severa, como lo es la degradación del medio ambiente, que al parecer, no tiene solución ni planes de acción a corto y a mediano plazo.