«Is everybody in? Is everybody in? Is everybody in? The ceremony is about to begin…» ¿Cómo olvidar la mítica frase que Jim Morrison dijo en algún concierto y que quedó inmortalizada para la posteridad con su publicación en el álbum póstumo An American Prayer (1978)? La pista lleva por nombre «Awake», y como era de esperarse, el vocalista de The Doors seguramente la dijo en repetidas presentaciones con el fin de caldear el ambiente e invitar a toda su audiencia en la «chamánica reunión», para formar parte de una comunión, en la que un montón de extraños comulgaran ideológicamente por un momento y trascendieran sus barreras mentales. Logrando entonces «cruzar hacia el otro lado» de la consciencia. Eso fue precisamente lo que The Doors propuso y reafirmó durante toda su carrera musical.
El pasado 4 de noviembre del año en curso, en cines de todo el mundo, se exhibió The Doors: Live at the Bowl ’68, concierto que se reeditó en 2012, y que se había lanzado por primera vez en 1987. Pero ahora, esta muestra tiene una singularidad, es una edición especial. Su extra consiste en una charla con los sobrevivientes del grupo, para rememorar y conmemorar la publicación del último disco que The Doors pudo grabar antes de la muerte de Jim en París, Francia, en 1971 a la edad de 27 años.
Quien escribe esta columna, tuvo la oportunidad de ir y presenciar una de las cintas que tuvo miles de proyecciones que se realizaron sincrónicamente en las salas de todo el planeta. De este modo, el siguiente texto no es más que una crónica de las sensaciones de quien siempre añorará —como otros tantos millones de seguidores musicales alrededor del mundo— haber visto en vivo alguna vez la formación original de la banda oriunda de Los Angeles, California.
Son las 4:41 p.m. y me dirijo con algo de prisa en automóvil a un Cinepolis ubicado en el centro comercial Angelópolis de la ciudad de Puebla. La función comenzará a las 5:00 p.m., y para mi fortuna, la afluencia del tráfico es nula, sin mencionar que me encontraba a 10 minutos de mi destino. Sin problemas, arribo a la sala a las 4:56 p.m., no sin antes pasar por los protocolos de sanidad de desinfección de manos y toma de temperatura, para posteriormente pasar por la dulcería y comprar un tradicional combo de palomitas y refresco. Después de hacer la innecesaria adquisición —considerada por muchos puristas del cine (entre ellos yo) como de mal gusto— logro ubicar la sala y la butaca que elegí para disfrutar de la proyección, mientras espero ansiosamente que empiece la función. Falta un efímero minuto para las 5 de la tarde. Entonces, se apagan las luces y se enciende la pantalla grande, y comienzan esas nefastas cápsulas que pretenden informarte o venderte algo. A continuación, una vez consumida aquella publicidad en calidad de obligatoria, comienza el filme.
En pantalla, podemos ver las primeras imágenes de un lugar ubicado en el número 8512 de Santa Monica Boulevard, conocido como The Doors Workshop, sitio en el cual se grabó y mezcló el que fuera el último álbum de estudio de la agrupación.
Un hombre regordete y cuasi rosado aparece a cuadro, parece ser un periodista musical. A su costado dos viejas glorias del rock, son John Densmore y Robby Krieger, batería y guitarra de los Doors, respectivamente. Los septuagenarios músicos hablan de la grabación y el proceso creativo del disco L.A. Woman (1971). La siguiente escena desemboca en una jam session, en la que los sobrevivientes de la agrupación tocan «Riders on the Storm».
Al sonar los primeros acordes de un tema ya de por sí reconocible, cierro los ojos un instante y parezco oír todo en vivo —en parte por la bondad de que este material está mezclado en Dolby Atmos—. Ridículo, pero mi piel se enchina. Abro los ojos de inmediato, porque tampoco deseo perderme un instante de lo que pase en pantalla. Mi mente desea almacenar esas imágenes, quiero capturar ese instante tan fugaz. Ocasiones como ésta de ver un concierto en pantalla grande, pocas.
Volvemos con el entrevistador, y a John y a Robby les cuestiona la importancia del L.A. Woman a 50 años de su lanzamiento. Densmore alcanza a ponerse agudo y decir que al final de sus últimos dos álbumes, Morrison estaba obsesionándose con el blues, «Jim era un bluesman» —atina a decir el percusionista—. Definitivamente, a su juicio, esa obsesión los llevó por ese camino. Krieger, en cambio, recuerda una gran particularidad del «rey lagarto», en la que cuando se trataba de crear música, les insistía a sus compañeros que escribieran de temas generales, universales, nunca en particular. Todo en una escala macro: la guerra, la paz, el amor, el odio, las drogas, el sexo libre, etcétera. Con ello, su música traspasaría las barreras del tiempo. —Y así fue, así ha sido, y seguramente así será. No por nada antes de entrar a la sala pude ver personas de todas las edades. Había un niño de cinco años, que acompañaba a su papá, quien llevaba una playera de la película de Oliver Stone. Otros chicos, de visiblemente unos 19 años también estaban por ahí. Y desde luego no podían faltar algunos señores entrados en años, quizá de unos 58. Situación algo graciosa, porque se veían tan entusiasmados como cualquier niño que va al cine, pero es entendible, porque eso fue lo más cercano que podremos vivir la experiencia de ver a The Doors interpretar—.
De nueva cuenta, después de la charla, Densmore y Robby vuelven a lo suyo: tocar. El tema final que presentan es el que le da título homónimo al álbum: «L.A. Woman». La pequeña cápsula musical que sirvió como tributo a su último trabajo de grabación concluye de forma extraña, porque te deja con la sensación de querer escuchar más temas de ese disco, de seguir por esa tónica que ya estaban trazando los sobrevivientes de The Doors. Esa atmósfera tan particular perece súbitamente. La pantalla ennegrece otra vez y saltan a la vista los créditos de inicio del concierto. La muchedumbre se encuentra algo agitada, tanto la de la cinta, como la de sala. La voz de un hombre se escucha a lo lejos, y dice: «Ladies and gentlemen… here are the Doors». Los gritos comienzan, todos los presentes ahí, aplauden, silban y hasta gritan. En un principio eso me pareció vergonzoso, porque estamos presenciando algo que fue grabado hace cinco décadas, es decir, no es real. No es un recital en directo, pero se entiende el arrebato. Ante las emociones que afloran de los espectadores pareciese que estuviéramos en un concierto que de verdad es en vivo.
Suena el intro de «When the Music’s Over» y Jim Morrison sale caminando al escenario tambaleándose de un lado a otro, como haciéndole honor a su mote. Se mueve como un reptil mientras se desplaza hasta el micrófono, aunque vale la pena aclarar que en realidad le dicen el «rey lagarto» no por su manera de moverse, sino por un poema en el que dice: «I am the lizard king, I can do anything».
Sus compañeros de banda, John Densmore, Robby Krieger y Ray Manzarek están en gran sintonía en su rol de músicos. En cambio, Jim, parece perderse dentro de la propia música y estar entrando en un estado hipnótico. Sobra decir que Morrison siempre se consideró a sí mismo un chamán del rock. La canción inicia con un gran y frenético grito. Quienes estén asociados a la música de la banda sabrán a qué me refiero. Por aquel momento, y en una fracción de segundo, recordé a un hombre que en un documental llamado Jim Morrison: The Final 24, decía: «Jim Morrison tenía los gritos más profanos del universo». —Y es cierto, pensé—. A cada grito que se escucha del cantante en la pantalla, se percibe una vibra extraña, casi sacrílega, tal vez por eso Jim renegaba de Dios al cantar una línea que pregonaba: «Cancel my suscription to the resurrection». Hay un misticismo demasiado exótico en todo. Morrison no deja a nadie indiferente, así sea en un rollo filmográfico grabado en 1968.
Una vez que termina el primer tema, el resto de la presentación se va de las manos como el agua entre la arena. Pasa canción tras canción y con el sonar de «Alabama Song (Whisky Bar)», «Back Door Man», «Five to One», «The WASP (Texas Radio and the Big Beat)», «Hello, I Love You», «Moonlight Drive», «Horse Latitudes» y «Spanish Caravan», el ambiente en la sala de cine sigue persistente. Gritos, aplausos e incluso risas se pueden escuchar de forma continua.
El clímax de la velada llega cuando tocan la antepenúltima canción, «Light My Fire». El público en pantalla enloquece, y se pueden ver en aquellas imágenes añejas, a unos cuantos jóvenes hippies sacar bengalas que destellan luminosamente de forma fugaz. Todo para hacer evidente alusión al hit por el que serían vetados del The Ed Sullivan Show cuando Morrison cantó el verso «girl, we couldn’t get much higher» —en español: «nena, no podemos elevarnos más»— en clara alusión al uso de drogas.
Si bien he visto suficientes veces el The Doors: Live at the Bowl ’68, hay una cosa que llama mi atención. Terminada la interpretación de su canción más simbólica, en la pantalla se ve a una pequeña parte del público levantarse de sus lugares e irse. No pude pensar más que en Radiohead, cuando tocaban Creep en sus presentaciones y una vez saciada la sed del público al escuchar el one hit wonder, se retiraban.
Para nosotros los presentes, en cambio, nos mantenía expectantes, atentos; y como sé que las cosas acaban, por un momentito deseaba que el tiempo se detuviera ahí, pero es imposible, la presentación sigue su curso y los «jinetes del apocalipsis» tocan el penúltimo tema, «The Unknown Soldier». Esta canción siempre me ha maravillado por lo teatral que es: Morrison simula guiar a una tropa militar y da indicaciones. Mientras Densmore sigue marcando el tempo con unos redobles que anuncian el fusilamiento de un soldado capturado en la guerra. Robby le pone la cereza al pastel durante el performance, disparándole al militar con su guitarra que ruge cual bala de escopeta. «El rey lagarto» cae al suelo y dramatiza la pérdida de la vida del cabo.
Ha llegado el momento temido —o ansiado— por todos. La última canción del recital: «The End». Morrison ordena se baje la iluminación del recinto a media luz para hacer entrar a todos en ambiente, y el vaivén de la guitarra suena con un bucle melódico interminable, mientras que Jim empieza:
This is the end,
Beautiful friend.
This is the end,
My only friend, the end…
Es imposible describir lo que se avecina, pero puedo agregar que, dice la leyenda, cuando se grabó esta canción cuyo estilo era de balada, su registro fue en total oscuridad en el estudio. Sólo había la luz de una vela encendida para que existiera ese estado tan incierto, lúgubre y mágico.
Todos los que presenciamos esa proyección, pudimos sentir algo distinto ahí. ¿Qué fue? No lo sé. Por cierto, el día de muertos acababa de pasar apenas hace dos días. Así que, obedeciendo al entendimiento de la tradición mexicana —que data de hace 500 años o más—, de que las almas atraviesan el inframundo para llegar al plano terrenal y visitar a los seres que fueron importantes durante su existencia, me gustaría pensar que a Jim le fue concedido un permiso exclusivo. Y fue así, que toda su energía pudo manifestarse aquella tarde-noche. Regalándole a sus fans su presencia por unos instantes, para posteriormente cruzar el Mictlán de vuelta y volver a descansar.
A falta de palabras para describir esta experiencia, concluyo la crónica aquí, e invito al lector a sumergirse en la escucha de todo el álbum. No sin antes entrar en una atmósfera taciturna y oyendo todo en el mayor de los silencios.