El Metro en la literatura mexicana
Desde su llegada, a mitad del siglo XX, el Metro ha formado parte del día a día de los mexicanos y ha sido motivo e imagen de la cultura popular. Las letras nacionales también lo han adoptado ya sea como crónica o metáfora, incluso en ciencia ficción, a pesar de que vivimos en una realidad que siempre ha superado a la ficción.

Hay una ciudad subterránea que funciona con sus propias reglas, tan sólo unos metros debajo de la tierra. La imagen es poderosa: hay que descender para llegar a esta red que conecta los palacios antiguos del centro con la periferia olvidada. Un boleto y puedes llegar a donde quieras: al amor, al desamor, a la muerte en vías, prostitución, ventas, robos, mirar a los olvidados de Dios salir por la noche e infinidad de posibilidades. El Metro es el mosaico de todos los mundos imposibles que coexisten en la Ciudad de México. El águila y la serpiente que fundó a la gran Tenochtitlán murió, ahora un gusano naranja sostiene a la Ciudad de México. Hoy, por primera vez desde su nacimiento, el gusano ha dejado de avanzar. Un incendio consumió parte de su cerebro el pasado fin de semana y no sabemos exactamente cuándo volverá por completo. Mientras su cabeza se restaura, aquí recordamos algunas de sus apariciones en la literatura nacional. La excursión subterránea como una imagen ultra poderosa: el descenso a los infiernos míticos.

El Metro en la literatura mexicana

Salvador Novo: Cronista de la ciudad

En 1969, Díaz Ordaz inauguró la Línea 1 del Metro y lo acompañaron, entre otros, Agustín Yáñez y Salvador Novo, este último escribió la crónica del primer viaje días después. Novo, cronista puro, ya había quedado prendado del viejo metro neoyorquino y publicó El continente vacío (1935), donde percibe a ese ferrocarril subterráneo, no únicamente como una máquina que transporta al hombre, sino como todo un «estado de conciencia». Siendo uno de los máximos cronistas de la Ciudad de México, Salvador Novo tuvo que esperar casi 35 años para que ese estado de conciencia llegara a la ciudad, sin embargo, ya desde años atrás preconfiguraba lo que sería el Metro de la ciudad y le daba la bienvenida desde San Lázaro, una de las estaciones de llegada por excelencia a la gran ciudad:

«He venido a esperarte, ¡oh, viajero invisible!, a la estación. Perdona que no te hable en fabla, como los libros que te decidieron a visitarnos. No sabía además, si ir a Colonia o a Buenavista, o venir a San Lázaro. Hiciste bien en escoger este muelle y en llegar de día. Desciende, sonríe, abrázame.»[1]

Novo le habla todavía a la estación del tren, pero sus palabras profetizan lo que ocurriría después y todavía sus ojos alcanzarían a ver: sobre los restos de la antigua estación de trenes de San Lázaro se alzaría el edificio futurista de la nueva estación del Metro San Lázaro, diseñada por el arquitecto Félix Candela.

El Metro en la literatura mexicana

Monsiváis y los rituales del caos

Luego de su inauguración, la prensa del gobierno y el Estado mismo tomó al Metro como la bandera y el símbolo del nuevo mexicano, una especie de superhombre nietzscheano que superaría, por fin, todos los traumas milenarios y entraría al primer mundo todos bien acomodaditos en los vagones franceses de un gusano naranja. La prensa de ese entonces escribía: «El Metro disminuirá las aglomeraciones y en diez minutos cubrirá distancias hoy de una hora. Serán más bellas las señoritas en los vagones y las damas obesas resultarán menos opresivas. Por otra parte, aparecerá, ágil y dinámico, el tipo nacido para el Metro».[2]

Sin embargo, la mancha del 68 no se borró nunca y uno de los grandes proyectos de Díaz Ordaz y el Estado mexicano nació bajo la leyenda urbana de estudiantes desaparecidos en sus vías y estaciones, poco a poco la desconfianza en las instituciones, los malos gobiernos, la terrible corrupción y una sobrepoblación inclemente revelaron la realidad del Metro (que es la del país) y tipos como Monsiváis, acaso el mejor lector de las palabras que hacen a esta gran ciudad, supo describir el ritual del viaje y descenso al infierno que puede ser la experiencia en el sistema de transporte colectivo:

«[…] en el Metro se escenifica el sentido de la ciudad, con su menú de rasgos característicos: humor callado o estruendoso, fastidio docilizado […] tolerancia un tanto a fuerzas, contigüidad extrema que amortigua los pensamientos libidinosos, energía que cada quien necesita para retenerse ante la marejada, destreza para adelgazar súbitamente y recuperar luego el peso y la forma habituales.»

Monsiváis habla de la mounstrópolis y su batalla perdida contra la física y las matemáticas: millones de seres humanos peleándose por un espacio, el fin del milagro mexicano y la gran decadencia del sueño nacional de entrar al primer mundo: devaluación, pobreza, desempleo y corrupción. No hay futuro, pero donde come uno comen diez, donde cabe uno pueden caber cien:

«¿Cómo que dos objetos no pueden ocupar el mismo lugar al mismo tiempo? En el Metro la estructura molecular detiene su imperio universal, las anatomías se funden como si fuesen esencias espirituales, y las combinaciones transcorporales se imponen.»[3]

El Metro se revela entonces no como un vehículo para el futuro, sino como una pantalla que revela el presente, en donde los rituales del día a día muestran la descomposición social. 

El Metro en la literatura mexicana

Efraín Huerta. Meditación y delirio en el Metro

Además de un escenario para análisis sociológicos, el Metro es el lugar por excelencia para los grandes debrayes y delirios. Los eternos recorridos y múltiples transbordos que una persona hace provocan que de pronto la mirada se pierda y la mente se vaya en una cadena infinita de pensamientos random que tienen como culminación la razón última de la existencia, iluminación mística que generalmente olvidamos al sonido del tururú o con un remix potente del vagonero en turno. Huerta, otro mítico obrero de la palabra, refleja muy bien la ensoñación delirante en la que todos hemos caído a bordo de un vagón:

«Hoy desperté y anduve pensándolo bien;
padecí en la Ruta 1 durante Chapultepec-Insurgentes,
Insurgentes-Salto del Agua,
sin encontrar a nadie parecido al dios de los enigmas.
[…] Porque, ¿qué debo hacer con algo que parece obligarme a vivir
los próximos años sin consecuencia alguna? […]
porque pronto estarán en servicio las rutas 2 y 3
y entonces me volveré loco de atar y viajar;
El día menos pensado formaré una pira
para deshacerme del monstruo,
como también borraré del cielo capitalino
las asesinas décimas de segundo del reloj de la Torre Latinoamericana.
El día menos pensado formaré una pira
para deshacerme del monstruo,
como también borraré del cielo capitalino
las asesinas décimas de segundo del reloj de la Torre Latinoamericana.»[4]

El Metro en la literatura mexicana

Arturo César Rojas y el final del metro

Una vez que la pira sea encendida y la mounstrópolis aniquilada por la gran guerra, cuando sólo queden cascajos y grandes cráteres que antes fueron cerros y unidades habitacionales que fueron museos y tiendas y un pantano venenoso que antes fue el Bosque de Aragón, en esta ciudad apocalíptica, en ruinas de lo que alguna vez fue, consumida por sus propios habitantes, Arturo César Rojas todavía imagina el metro, demostrando que ese lugar existe no sólo como crónica y estado poético, sino que también se ve alcanzado por la ficción más dura, la ciencia ficción que imagina una Ciudad de México donde ya no hay nada, sólo muerte y destrucción, pero con las estaciones del metro aún reconocibles, como el último vestigio de lo que alguna vez fue la gran región del gusano anaranjado. El ritual del descenso al infierno diario movidos por amor. O por hambre, que muchas veces hasta es lo mismo.

«Ya no había ni taquillas ni torniquetes, pero ahí entre los montones de basura y de difuntos y de pedazos de difunto, todavía estaba el postecito con el letrero que decía «Merced» y también estaban las escaleras, y me fajé los pantalones y bajé y bajé sin retacharme ni un segundacho, que nada más iba a lo que iba y ya. Y le entré hasta abajo, al ex andén del Metro, y apenitas me fijé en el calor que estaba haciendo, más fuerte que el calor de allá arriba, casi tan fuerte como el calor que estuvo haciendo en aquellos meses de la Bronca Final, y empecé a ver pa´qué lado cogía.
[…] Y agarramos y nos metimos por un túnel y caminamos y pasamos por un vagón bien oxidado y bien agujerado y seguimos caminando y salimos del túnel y le llegamos a otro andén, que ya ni andén parecía de tantas piedras y tantos huesos y tantísimo estropicio, hasta que nos topamos con esa como piedra azteca que había en el corredor pa´transbordar, esa piedra así como con figura de plataforma que antes estaba al aire libre y donde había pastito y hasta podía distinguirse un poquito de cielo. Nomás que ya no había cielo y menos aire libre (si ya casi ni aire había) y el pasto tenía tiempo que se había chamuscado como la gente, y los derrumbes lo habían dejado todo tapado y sin salida y con temperatura de horno de rosticería. (Con eso de que el terremoto del ochenta y cinco no fue nada comparado con los que le siguieron.) Viéndolo bien, lo único que se mantenía en pie era la dichosa piedra azteca, maciza ella, redonda ella, grandota ella igual que antes, que ora se prendía y se apagaba y se volvía a prender con unas claridades medio rojas y medio moradas, así como reflector de casa de espantos.”[5]

Lee el cuento completo acá.

 

[1] Los contemporáneos en El Universal, Fondo de Cultura Económica. 2016.
[2] La era del metro. El Universal. https://www.eluniversal.com.mx/opinion/hector-de-mauleon/la-era-del-metro
[3] Monsiváis, C. (1995). Los rituales del caos. Editorial Era, México.
[4] Huerta, E. (1974). Los eróticos y otros poemas. Joaquín Mortiz, México.
[5] Rojas, A. (1986). «El que llegó hasta el metro Pino Suárez»  en El futuro en llamas, cuentos clásicos de la ciencia ficción mexicana; Grupo Editorial VID.

Escrito por

Alberto Martínez

Estudié Letras pero ahora llevo una vida más sana: veo películas y escribo. Me gusta el Rock, los cigarros y leer.